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Todos aman a Pam

De repente todas las marcas aman a Pamela Anderson. Las personas también. Las industrias también. Y la pregunta más importante no tiene que ver con ella, sino con el clima cultural que estamos atravesando. Cuando la tecnología avanza sobre todo lo que antes era nuestro —el tiempo, los objetos, la atención, la sensibilidad— aparece un efecto rebote: la necesidad de recuperar humanidad. Algo que no se sienta construido por ni para el algoritmo. Hay una búsqueda desesperada de lo tangible, de lo imperfecto, de lo que tiene densidad y no está editado para gustar.

En esa línea, la nostalgia se vuelve un mecanismo de defensa: los objetos físicos que retomamos, el resurgimiento de las biopics, la fascinación por historias reales no es casual. Baricco en el libro The Game explica que estamos convirtiendo el mundo en una copia de sí mismo expresada en ceros y unos. El avance tecnológico va desmaterializando de a poco todo lo que conocemos.

El éxito de las biopics tienen mucho que ver con eso. No importa si el personaje es Mussolini, Luis Miguel, Pablo Escobar o Monica Lewinsky. Lo que importa es qué le pasa algo a alguien real. La audiencia siente que, aunque esté guionado, hay un núcleo verdadero que no está operado. Y las marcas, que son muy sensibles a estas oscilaciones culturales, empezaron a moverse en esa dirección: hacer tangible lo que antes era intangible, convertir símbolos en objetos, expandirse a verticales que les permitan materializar su mundo. Tiffany sacando juegos de mesa es exactamente eso, una escena cultural que intenta darle volumen a un intangible.

En ese contexto aparece Pamela Anderson, que encarna algo muy particular: una tensión entre mito y verdad en una misma figura. En los 90 representaba exactamente lo que la época pedía: exageración, exposición máxima, sexualidad explícita. Fue la mujer con más tapas de Playboy —y las más vendidas— porque su imagen era, en sí misma, un producto hecho a medida de esa cultura. Hasta que la tecnología la desarmó antes de que entendiéramos el alcance real de internet. Un video íntimo robado de su caja fuerte, subido a un espacio que todavía nadie terminaba de comprender, circuló sin control. Y fue ella —no los responsables— la que cargó con la vergüenza pública, el escrutinio, la humillación y la pérdida abrupta de su capital simbólico. Nadie sabía aún que la viralización podía arruinar una vida en cuestión de días. Su carrera, armada sobre su propia imagen, se diluyó rápidamente.

Pasaron más de veinte años hasta que reapareció. Y volvió desde un lugar completamente distinto: con su documental Pamela, a Love Story, donde se muestra sin maquillaje, sin poses y sin personaje, contando en primera persona qué le pasó y cómo lo vivió. La distancia entre el imaginario que la había sostenido durante los 90 y lo que aparece en el documental era enorme. Y justamente ese contraste —que en otra época hubiera sido leído como un error o motivo de burla— hoy es su fortaleza. Esa exposición emocional, sin artificio, la reposicionó culturalmente de inmediato. Dejó de ser un ícono pop y empezó a leerse como una persona real. Y ese “real” es lo que más escasea en un mercado saturado de filtros, branding personal y performance permanente.

A partir de ese momento, las marcas y los nuevos proyectos empezaron a acercarse. Y lo hicieron porque ella transmite algo que no se puede fabricar: verdad. Incluso sus actividades personales —la cocina vegetariana, los productos que cultiva en su huerta, la vida “lenta” en su casa de la isla de Vancouver— se volvieron parte de su identidad pública actual. Y todas estas colaboraciones funcionan porque sostienen el mismo mensaje: no hay artificio.

La audiencia lo leyó así desde el primer minuto. El supuesto romance con Liam Neeson —real o simple combustible del ecosistema mediático— fue recibido como un capítulo esperable en una historia que la gente ya estaba completando sola.

Cuando la verdad se instala como eje narrativo, todo se organiza alrededor de ella.

Por eso, en realidad, no es que todos aman a Pamela. Lo que aman es lo que ella representa hoy: una historia que no está escrita para agradar, que no responde a ningún guion y que no busca sostener una perfección imposible. Y ahí aparece algo que muchas empresas deberían mirar con atención. Hay personas —y marcas— que tienen un núcleo verdadero que el público reconoce incluso cuando nadie lo nombra. Ese núcleo es el que genera magnetismo. El que ordena sensibilidad. El que corta el ruido.

Entonces la pregunta no es por qué Pamela volvió a ser el centro. La pregunta es cuántas marcas tienen algo verdadero para contar y cuántas pueden sostenerlo sin diluirlo en artificio. El modelo lineal de “llamar la atención” ya no funciona: hoy lo que importa es el mundo que cada marca construye, cómo lo orquesta y si ese mundo es habitable para una audiencia que distingue, casi de manera instintiva, qué es pose y qué es verdad.

¿Las marcas están operando con los códigos de antes o con los de hoy? Esa es la diferencia real. Porque lo que servía en otra época ya no tiene efecto en esta. Y acá es donde vuelve Pamela: ella entendió —o encarnó— el código actual sin planearlo. Dejó atrás la performance, mostró la verdad y encontró un lugar nuevo en la cultura. Ese gesto, que parece simple, es el que define quién sigue presente y quién se desvanece.

Daniela De Sousa Mendes